Yvonne Le Meur nació en la Bretaña francesa donde pasó temporadas con su abuela en una aldea encantadora. Conservaba ecos de la época en que el rey Arturo entraba con armadura y caballería en los prados flanqueados de avellanos y vadeaba los ríos trucheros. Los duendes y brujas que acechaban en los robledales y en los cuentos susurrados a la hora del sueño nutrieron de misterio la sensibilidad de la niña y propiciaron que de mayor se hiciera artista. Sólo fueron temporadas, pero suficientes para imprimir en la consciencia un sello indeleble, refractario a las acometidas posteriores de la vida cosmopolita algo errante con sus presiones materialistas. Siempre reaparecía la magia, a través de la escritura o de la acuarela.

​

Se inició en la acuarela al sur de Granada, con maestros británicos de la acuarela clásica. Siguió formándose a lo largo de la vida de manera autodidacta mediante la contemplación de obras de grandes maestros como John Singer Sargent, Sorolla y, más adelante, siguió cursos y tutoriales de grandes acuarelistas radicados en Australia, Joseph Zbukvic, Alvaro Castagnet, Herman Peckel y del taiwanés Chieng Chung Wei.

​

Vive la acuarela como un proceso sin fin, buscando ir de lo obvio a lo insinuado, de lo figurativo a la interpretación, de lo estricto a lo fluido, jugando con lo impredecible, con el capricho del medio, lo imprevisible del agua, los accidentes felices. Deja cada vez más que la magia de la acuarela se pinte a sí misma y también se venda a sí misma, así que nunca se ha preocupado en exceso de los pormenores de la comercialización. Tras cuarenta y muchos años en España, se considera más española que de cualquier otro sitio. Es hispanoparlante y está radicada en Montuïri, pueblo del interior de Mallorca, al que contribuye culturalmente con una o dos exposiciones anuales. Recientemente ha habilitado un espacio en su casa para exponer.